Quién iba a decirnos, sin (ad)mirar previamente su trabajo fotográfico y conocer su discreción delicada en la que busca el acerv(b)o antropológico acertado, que una paisana de Puertollano (Ciudad Real) iba a ser capaz de ingresar en Magnum, esa agencia internacional de fotografía colectiva que no es sino la cúspide (no necesariamente elitista, pero ciertamente escrupulosa) de un idóneo saber mirar. La aproximación popular que le llevaba a recoger premios de distinto prestigio y a ser galardonada en diferentes festivales, al igual que el ascenso de su reconocimiento en circuitos feriales de todo el globo señalaban su nombre como uno de los más notables de nuestra fotografía patria (importándonos bien poco, aunque indiscutiendo su concupiscencia, el que formase parte o no de un colectivo más o no, motivo, por cierto, que ha desempañado por fin la miopía de muchos colegas españoles que o bien no sabían, o bien no querían, tozudos, graduar bien la vista)