JORDI ROCA
Su formación en el mundo de lo dulce empezó de una manera diletante, para nada académica. Fue acompañada de la mano de Damián Allsop, un talentoso pastelero galés que aterrizó en casa de los Roca después de un largo periplo por grandes restaurantes europeos. Allsop ocupó a finales de los 90 la partida de postres en El Celler de Can Roca. Con él, Jordi conoció la importancia de la cocina dulce, su especificación y singularidad. El galés le ayudó a abrir su curiosidad, primero como su ayudante, posteriormente como su sucesor. Le proporcionó las herramientas necesarias para saber el porqué de la cocina dulce, así como el método, la precisión, la artesanía al minuto, la paciencia, el temple, la seguridad y la implicación obsesiva. Fueron unos inicios donde las reglas y la cuantificación eran señas de base. Supo por qué un suflé espuma, por qué se atempera el chocolate o por qué cuaja una gelatina, y aprendió a soplar azúcar como si elaborara cristal artesano… “y más, muchísimas más cosas. Así empezó mi posibilidad de crear y volar”. Desde entonces dice no haber dejado de divertirse, de soñar, de provocar, de sorprenderse y, sobre todo, de jugar. Se considera adicto al divertimento dulce desde hace más de 15 años. Siente una necesidad absoluta de plasmar su vida en dulce. Un paseo, un paisaje, un olor, una historieta, un ruido, una transgresión, una emoción, cualquier camino, dice Jordi, puede conducirnos a la creatividad. Libertad y frescura. Radicalidad y extremismo. Le gusta jugar al límite, con irreverencia y rompiendo moldes. La fantasía le embelesa y explora su universo en el momento dulce, lejos del rigor y la seriedad de las propuestas de platos principales o platos corpulentos del menú. Sabe y gusta de sorprender en el momento final del menú, donde el linde entre lo establecido y la fascinación es posible.
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