Que rule el amor (LET LOVE RULE) es una ferviente y sentida invocación al principio activo que enhebra la vida y obra del caballero retrorroquero acaso más ecléctico de su generación, mas también un alto en el camino que anuncia tiempo de reflexión. De ese afán por echar la vista atrás y desgranar las esencias de una obra tildada de extemporánea en sus primeros compases, y encumbrada ahora a lo más alto del pedestal roquero, emerge este pausado alegato, narrado a capela, y escrito a cuatro manos, con la inestimable ayuda de David Ritz; escriba y confesor, entre otros, de Ray Charles, Aretha Franklin, Marvin Gaye, Etta James y B. B. King. Es esta la historia de una vocación temprana que, pese a tan lenta germinación –rechazaría contratos con las más grandes discográficas hasta dar con su propia voz– tendría final feliz: Lenny, mientras se curtía tocando por doquier, y sobrevivía pinchando en fiestas, rebozando pescado y alquilando el asiento trasero de un auto como vivienda, encontraría la salvación en la música, en el todopoderoso (Little Richard mediante) y en el amor incondicional de los suyos.